Durante once
años de 1810 a 1821, Nueva España vivió una situación de guerra casi constante,
aunque con distintas intensidades. En efecto, durante la lucha por la
Independencia, los saqueos de las tropas de Hidalgo, las temibles batallas
libradas por Morelos, La fugaz campaña de Mina, y las acciones de los
guerrilleros, solo fueron una cara de la moneda, pues a ellas debemos adicionar
la represión y los préstamos forzosos
que llevaron a cabo las tropas realistas y las acciones que protagonizaron los
bandoleros que controlaban algunas de las rutas del virreinato.
El resultado
final de la contienda era predecible. Las actividades mineras estaban casi
paralizadas, nadie, absolutamente nadie, había tenido el valor de realizar
nuevas inversiones y, en consecuencia , las explotaciones estaban inundadas y
maltrechas, la situación de los obrajes y talleres controlados por los gremios
no eran muy diferentes pues una parálisis casi total marcaba su existencia, la producción agropecuaria
también había sido afectada, las grandes haciendas, luego la sangría provocada
por el conflicto, perdieron su capacidad para satisfacer la demanda del
virreinato y en la mayoría de los casos quedaron limitadas a una producción
destinada al autoconsumo.
Nueva España
había conquistado su Independencia, pero el nuevo país solo poseía una economía
devastada por la guerra.
A pesar de
la importancia de los daños económicos provocados por la guerra de
Independencia, la nueva nación también se enfrentaba con el demonio de la
inestabilidad política.
En efecto,
los once años de lucha también cobraron una cuota política, los nacientes
mexicanos estaban divididos a causa del destino que buscaban para su nación.
Los monárquicos, los liberales, los centralistas y los federalistas formaban bandos
irreconciliables. Cada uno de ellos suponía poseer el secreto que conduciría a
México al mejor de los futuros posibles, y por supuesto, estaba listo para
defenderlo hasta sus últimas consecuencias.
Para colmo
de males, la mayoría de estos bandos controlaba grupos armados o mantenía
relaciones con los caudillos que comandaban tropas irregulares. La
independencia era una realidad, pero ninguna de las facciones que colaboraron
en su conquista tenía la capacidad para imponerse a las otras, todas eran
pequeñas, violentas y estaban dispuestas a luchar por sus ideas.
Es claro que
el país no solo ha nacido con las marcas de la crisis económica, sino con el
sello de los caudillos que definirían su existencia hasta el porfiriato y los
primeros años del siglo XX. La democracia, por lo menos en aquellos tiempos,
sólo era un sueño.
Los años de
guerra y caos, aunados a la crisis económica y la polarización política,
obligaron a los nacientes mexicanos a tener un
anhelo común, estaban deseosos de paz y tranquilidad, de orden y
progreso, de certezas y un gobierno capaz de someter a los distintos grupos a
un solo proyecto de nación. Así los desgarramientos del tejido social permitían
que el poder quedara en manos del primero que tuviera la capacidad de ofrecer
la realización de estos deseos y pudiera ejercer cierta autoridad sobre los
grupos en pugna. El poder, por los menos en aquellos momentos, era una
sustancia volátil que podría ser atrapada por el caudillo que fuera capaz de
dar un albazo a los demás grupos y lograra construir cierto apoyo por parte de
las fuerzas armadas.
Iturbide, un
militar de renombre y un político conocedor de los mecanismos de intriga y
negociación, tenía ante si la posibilidad de atrapar el poder, quizás en
aquellos momentos, pasaba por su cabeza una idea muy similar a la que lo llevo
a unirse con Vicente Guerrero, conquistar el poder era muy sencillo, si se
daban los pasos adecuados, una sorpresa seguida del apoyo de algunos de los
grupos de poder de la nueva nación. El primer impero estaba a punto de nacer.
La consumación de la independencia de México
La consumación de la independencia de México
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